TESTOSTERONA REX
1 Libro Autor Cordelia Fine
PRIMERA EDICIÓN 2018
LIBRO POR ENCARGO
MITOS SOBRE SEXO CIENCIA Y SOCIEDAD
“Fine
tiene esperanza, pero también está furiosa. Todos deberíamos estarlo. Testosterona
rex es un murmullo de descontento que debería llevarnos a rugir”
The Guardian
Deja atrás los
mitos sobre las diferencias entre hombres y mujeres
Se nos ha dicho muchas veces
que la testosterona es la quintaesencia de la masculinidad y que el sexo
biológico ejerce una influencia fundamental en nuestro desarrollo
Sin embargo, la
psicóloga Cordelia Fine demuestra, con estilo y astucia, que no es cierto que
el sexo dé lugar a naturalezas masculinas y femeninas
Testosterona rex se sirve de la ciencia evolutiva, de la psicología, de la neurociencia y de la historia social para dejar atrás anticuados debates
sobre características “innatas
o adquiridas”
ÍNDICE:
Os
presento a Testosterona rex
Nota
sobre la terminología
Primera parte
PASADO
1.
Capricho
animal
2.
¿Un
centenar de bebés?
3.
Una
nueva posición sexual
Segunda parte
PRESENTE
4.
¿Por
qué las mujeres no pueden parecerse más
a
los hombres?
5.
Paracaidistas
introvertidos
6.
¿La
esencia hormonal de Testosterona rex?
7.
El
mito de Lehman Sisters
Tercera parte
FUTURO
8.
Adiós,
Rex
Agradecimientos
Notas
Índice
analítico y de nombres
FICHA TÉCNICA:
1
Libro
Pasta
delgada en color plastificada
Traducción
de Ana Pedrero
Primera
edición 2017
ISBN
9788449334993
Editor
Paidós Planeta
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POR EXISTENCIAS EN:
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6671-9857-65
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CAPÍTULO 1
Capricho animal
En un pasado lo suficientemente remoto como para que casi no me acuerde de mis escarceos amorosos, lo cual es de agradecer, me enredé con un hombre que conducía un Maserati. Cuando se lo conté a mi madre, me respondió con el tono afectado y agudo que adopta como
deferencia hacia mi técnica condición de adulta cuando pretende esconder que cree que he tomado una decisión abocada al fracaso: «¡Un Maserati, qué sofisticado! —exclamó—. ¿Y tiene muchas novias?».
Esta conexión implícita tan poco sutil tiene una explicación científica interesante.1
A mediados del siglo pasado, el biólogo británico Angus Bateman llevó a cabo una serie de experimentos con moscas de la fruta que terminaron convirtiéndose en una fuente inagotable de justificaciones sobre las diferencias psicológicas que se han desarrollado entre las mujeres y los hombres. Si alguna vez te has topado con la idea de que los hombres conducen Maseratis por la misma razón que los pavos reales tienen colas sumamente llamativas, es que te ha llegado el murmullo de este emblemático estudio. Bateman se inspiró en la teoría de la selección sexual de Darwin, una subteoría extensamente discutida enmarcada dentro de la ampliamente aceptada teoría, también de Darwin, de la selección natural (el proceso por el cual la frecuencia de distintas versiones de un rasgo hereditario cambia con el tiempo
porque ciertas variaciones de un rasgo conducen a un mayor éxito reproductivo que otras). En parte, la teoría de la selección sexual fue un intento de aclarar el misterio de por qué los machos de muchas especies presentan características extravagantes y ostentosas, como la cola...
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... del pavo real. Estos fenómenos exigían una explicación porque no encajaban con la teoría de la selección natural de Darwin. Después de todo, si el objetivo principal de tu existencia es evitar que otro animal te coma, tener el trasero lleno de plumas enormes, llamativas y poco
aerodinámicas no es una ventaja.
Darwin fundamentaba su explicación en minuciosas observaciones de animales y de hábitos de apareamiento. Al hablar de esa época, un periodista de la revista Nature apuntó que «a pesar de la reputación de puristas de los victorianos [...] había pocos lugares en el mundo en
los que los animales pudieran aparearse sin ser observados por un naturalista, cuaderno en mano»
.2 Estos estudios de campo dieron lugar a la famosa observación de Darwin en El origen del hombre y la selección en relación al sexo, según la cual la causa de la desviación de los
machos de la «forma hembra»...
... parece residir en que la pasión de los machos de casi todas las especies es más fuerte que la de las hembras. Por eso se pelean entre ellos y se afanan en demostrar sus encantos ante las hembras.3
En cuanto a las peleas, conocidas más formalmente como competencia intrasexual, Darwin planteó que algunas características masculinas (como podría ser un tamaño imponente o un par de cuernos intimidatorios) suelen seleccionarse con mucha más frecuencia. Esto
ocurre porque este tipo de características aumentan la ventaja reproductiva de los machos, ya que refuerzan su capacidad de luchar contra otros machos para ganar acceso a las hembras. Por otro lado, las características extravagantes (como un plumaje espléndido, un olor
agradable o un canto complejo) ejercen un efecto positivo en su éxito reproductivo al acentuar el atractivo del macho como pareja. Esta dinámica se denomina competición intersexual.
Darwin reconoció que, en ocasiones, este patrón se daba a la inversa y eran las hembras las que competían y se lucían, mientras que los machos adoptaban una actitud exigente y un estilo menos espectacular. Pero este hecho era menos frecuente porque, según Darwin, el reto
de ser escogido solía recaer mucho más en los machos que en las hembras. También insinuaba que, de algún modo, ello se debía a las dife...
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...rencias de tamaño y de movilidad entre el esperma y los óvulos. Pero fue Bateman, al retomar esta idea y desarrollarla, el primero en explicar de forma convincente por qué los machos compiten y las hembras escogen.
El objetivo de su investigación era poner a prueba una predicción de la teoría de la selección sexual. La selección sexual, como la selección natural, necesita que existan variaciones en el éxito reproductivo para funcionar: si todos los individuos tienen el mismo éxito al reproducirse, la eliminación de los individuos con menos éxito no tiene fundamento alguno. Si Darwin tenía razón al decir que la selección sexual afecta en mayor medida a los machos, entonces debería apreciarse una mayor variación en el éxito reproductivo de los machos que en el de las hembras, es decir, la brecha entre los individuos de mayor y menor éxito reproductivo debería ser más amplia. Bateman fue el primero en poner esta suposición a prueba.4 Para ello, llevó a cabo seis series de experimentos en los que metió a especímenes macho y hembra de la mosca de la fruta (Drosophila melanogaster) en contenedores de cristal entre tres y cuatro días. Al final del periodo, Bateman hizo todo lo que pudo para calcular cuántas crías
habían engendrado cada macho y cada hembra, y con cuántas parejas distintas. Necesitó una gran dosis de ingenio, teniendo en cuenta que la disciplina de la biología molecular —la misma que hoy nos permite comprar un test de paternidad en el supermercado— no existía en la
década de 1940.
Un cinéfilo podría caer en la tentación de describir la solución que se le ocurrió como una mezcla entre Frankenstein y «Gran Hermano».
Todas y cada una de las moscas nacieron con una mutación única congénita: a algunas les puso nombres encantadoramente descriptivos (como «púas», «lampiña» y «ala peluda»); otras eran mucho más espeluznantes (como la mosca «microcefálica» de ojos diminutos o incluso sin ojos). Cada mosca tenía un alelo (una de las dos copias de un gen) mutante dominante y un gen recesivo normal: como quizá recuerdes de tus clases de biología del instituto, esto significa que más o menos una cuarta parte de las crías heredarían una mutación del padre y de la madre; otra cuarta parte la heredaría solamente del padre; y otra cuarta
parte la heredaría solamente de la madre (el afortunado 25% restante...
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... no presentaría mutación alguna). Este principio de la herencia genética permitió a Bateman hacer una estimación de cuántas crías había engendrado cada macho y cada hembra, y con cuántos individuos se había apareado cada mosca.
De las seis series en las que Bateman ejerció de casamentero surgió el primer informe científico sobre una mayor variación en el éxito reproductivo en los machos. Por ejemplo, el 21% de los machos no lograron engendrar descendencia, en comparación con el 4% de las hembras, y los machos también mostraron mayor variación en la cantidad estimada de parejas. Pero fue la relación entre ambos descubrimientos lo que se convirtió en la base de las explicaciones de por qué los machos compiten y las hembras escogen: Bateman llegó a la conclusión de que el éxito reproductivo de los machos aumentaba con la promiscuidad, cosa que no ocurría en el caso de las hembras. Esta explicación de suma importancia fue lo que hoy se ha convertido en la percepción común de que el éxito de los hombres para engendrar descendencia está en gran parte limitado por la cantidad de mujeres que inseminan, mientras que las mujeres no sacan nada de aparearse con más de un hombre (puesto que su primera pareja le proporcionará mucho más esperma del que necesita).
Curiosamente, el estudio de Bateman pasó desapercibido durante más de veinte años, 5
hasta que el biólogo evolutivo Robert Trivers desarrolló su argumento en un emblemático artículo 6 en el que ahondaba en la economía de la producción de óvulos y esperma; según sus términos, la hembra hacía una inversión mayor, puesto que aportaba un
gran y costoso huevo, en comparación con la minúscula aportación
masculina en forma de un único espermatozoide diminuto. Trivers también apuntó que el desequilibrio de los costes reproductivos puede no limitarse únicamente a las distintas aportaciones iniciales de gametos de cada sexo (es decir, un óvulo contra un espermatozoide), sino que también abarca la gestación, la lactancia, la alimentación y la protección. Estoy segura de que cualquier lectora que se haya reproducido se sentirá inclinada a compartir este argumento sobre la importancia del rol de las hembras mamíferas en la reproducción (yo misma aprendí esta profunda verdad durante mi primer embarazo, al leer una descripción innecesariamente detallada del parto que lo retrataba como...
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... una proeza física comparable a una persona saliendo de un coche por el tubo de escape). Por lo tanto, el sexo que más invierte —las hembras, por lo general— debe, según las conjeturas de Trivers, esperar a que aparezca el mejor macho posible, ya que un apareamiento de mala calidad implicaría un coste considerable, mientras que para los machos lo mejor es competir con otros machos para diseminar su económica semilla producida en serie entre cuantas más hembras, mejor. La implicación que deriva de este hecho es, según Trivers, que los machos suelen tener menos que perder y más que ganar al abandonar a su descendencia para buscar una pareja nueva.
El a veces llamado paradigma de Bateman constituyó, durante mucho tiempo, el «principio de referencia y la piedra angular de muchas teorías sobre la selección sexual». En palabras de la bióloga evolutiva de la Universidad de Misuri-San Luis Zuleyma Tang-Martínez:
Hasta hace muy poco, los incuestionables supuestos subyacentes al estudio de la selección sexual se basaban en que los óvulos son costosos, mientras que el esperma es ilimitado y económico, y que por tanto los machos deben ser promiscuos mientras que las hembras deben ser muy selectivas y aparearse únicamente con el mejor macho, y que la discrepancia reproductiva entre los machos debería ser mayor (en comparación con la de las hembras), porque los machos son los que compiten por las hembras y se aparean con más de una. Dado que, supuestamente, las hembras se aparean con un único macho, esto significa que algunos machos se aparearán con muchas hembras, mientras que otros se aparearán con pocas o con ninguna. Por lo tanto, esta discrepancia reproductiva rige la selección sexual de los rasgos de los machos de más éxito.7
Durante muchos años, las conclusiones de Bateman ampliadas por Trivers con una elegancia indiscutible, gozaron del estatus de principios universales. También se convirtieron en el fundamento de los argumentos a favor de la existencia de diferencias evolucionadas entre
hombres y mujeres, de forma que las colas del pavo real dieron paso a los Maseratis, a los despachos amplios o a los trofeos relucientes. Solo hay que sustituir «muchas hembras» por «muchas novias» y «los rasgos de los machos de más éxito» por «los Maseratis de los hombres de...
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... más éxito» para unir todos los puntos. Desde esta perspectiva evolutiva, una mujer que aspira a alcanzar un estatus elevado es un poco como un pez que aspira a ir en bicicleta.
Sin embargo, en las últimas décadas hemos presenciado tal agitación conceptual y empírica sobre la selección sexual en el campo de la biología evolutiva que, según me dijo un catedrático en la materia, los artículos clásicos de Bateman y Trivers ya solo suelen citarse por su valor sentimental. Pero, sorprendentemente, los primeros datos contradictorios que analizaremos provienen del estudio del propio Bateman.
A pesar de que las conclusiones de Bateman suelen evocar imágenes de la Mansión Playboy o de abarrotados harenes, por ahora debemos regresar a los insalubres contenedores de cristal. No fue hasta principios de este siglo cuando, al darse cuenta de que nadie había repetido o ni siquiera inspeccionado de cerca el fecundo —¡ejem!— artículo de Bateman, cuando los biólogos evolutivos contemporáneos Brian Snyder y Patricia Gowaty decidieron reexaminarlo. Admiten haberse aproximado al estudio contando con muchas ventajas de las que Bateman careció en su día, como pueden ser la informática moderna, métodos estadísticos más sofisticados y —si se me permite la aportación— cincuenta años de estudios feministas sobre el efecto que las creencias culturales pueden ejercer sobre el proceso científico.8
Siguiendo la línea de otros críticos modernos del estudio de Bateman, Snyder y Gowaty expresaron considerable admiración y respeto por el «rompedor» estudio de Bateman.
Pero, a su vez, apuntaron que dado su «carácter fundacional», era «importante cerciorarse de que los datos de Bateman fueran sólidos, sus análisis correctos y sus conclusiones justificadas».9
Pero resulta que esa confirmación nunca llegó. El análisis de Snyder y Gowaty reveló una serie
de problemas importantes.
Para empezar, como hemos visto, Bateman usó distintas cepas mutantes de Drosophila para poder inferir el éxito reproductivo a partir del patrón de anormalidad concreto transmitido a cada cría. Si este método te ha llevado a pensar con aprensión en lo doblemente horripilante que resultaría la mosca que tuviera el infortunio de heredar una mutación por parte de madre y otra por parte de padre, estás a...
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... punto de toparte con un problema significativo: estas mutaciones afectaron a la viabilidad de las crías, y Bateman solo tuvo en cuenta en sus cómputos a las que sobrevivían.10 Pero, por otro lado, si las moscas tenían más posibilidades de sobrevivir porque presentaban una sola
mutación o ninguna, entonces solo podían asignarse, en el mejor de los casos, a un progenitor. Puesto que el linaje de muchas de estas fertilizaciones no se podía explicar o se explicaba solo a medias, las posibilidades de error eran considerables. Bateman reconoció este problema, pero Snyder y Gowaty lo cuantificaron. Observaron que en dos tercios de las series de experimentos de Bateman, sus datos indicaban que los machos habían engendrado más crías que las hembras, lo que constituye una imposibilidad lógica, puesto que toda cría tuvo
tanto padre como madre. En otras palabras: los datos de los recuentos de las crías de los machos eran sesgados.11 Este sesgo es relevante porque el objetivo mismo del estudio era comparar la variación entre machos y hembras en el éxito reproductivo, y aun así los datos presentaban un sesgo que probablemente infló los cálculos relacionados con la variación masculina.
Pero incluso si obviamos el sesgo de los datos de Bateman, todavía encontramos otro problema fundamental, observado por primera vez por Tang-Martínez y Brandt Ryder.12 Aunque reconocían que el estudio de Bateman era «ingenioso y elegante»,13 señalaron que su famoso
descubrimiento de que la promiscuidad es únicamente beneficiosa para los machos —inmortalizado en forma de principio universal— solo tenía validez para las últimas dos series de su experimento. Por alguna razón que se desconoce,14 Bateman analizó los datos de las primeras cuatro series por un lado, y los de las últimas dos por otro, y los presentó en dos gráficos distintos. Sorprendentemente, las hembras sí alcanzaron un mayor éxito reproductivo al aparearse con un número de parejas más elevado en las primeras cuatro series, aunque el éxito fue menor que el de los machos. Pero en el apartado de discusión de su artículo, Bateman se centró principalmente en los resultados que encajaban con la idea de los machos competitivos y las hembras exigentes.
Tal como Tang-Martínez observa, este enfoque selectivo fue luego perpetuado por otros autores:...
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